domingo, 27 de marzo de 2011

Páginas en la vida de un minero

El rocío de la madrugada lo impregnaba todo. Se filtraba por las rendijas de las ventanas al comenzar una nueva jornada. En la montaña olía a heno y a romero. Los mineros se preparaban para acudir a la cita laboral. Antonio vivía en la cumbre y lo primero que veía era la niebla que abrazaba las montañas. Como de costumbre, se despidió de su madre, con el bocadillo en el bolso de su chaqueta y sus madreñas de clavos emprendió el camino. Este era pedregoso y oscuro. Se iluminaba con una pequeña lámpara, que había pertenecido a su difunto padre. Había quedado huérfano en la guerra cuando todavía era muy pequeño. A menudo recuerda el momento en que recibió la triste noticia. Se pasó horas llorando, tendido en la pradera. Hasta que alguien fue a buscarlo y trató de consolarlo. Tan sólo tenía dieciséis años cuando llegó al pueblo y se fue uniendo a los demás vecinos y parientes que, como él, bajaban a diario a las profundidades del pozo.


El sonido de sus pasos perturbaba el silencio de la mañana. Las madreñas eran ruidosas. El murmullo del río acompañaba a las partidas de mineros mientras iban contando anécdotas de la época y una “curuxa” encaramada en una rama los saluda al pasar. En época de nevadas el camino se dificultaba. Poco a poco, se fueron acercando al pozo San Luis y cada uno fue a su destino. Unos eran picadores, otros ayudantes y Antonio era caballista. Tenía maña para la doma de animales. El mineral por aquel entonces se extraía con mulas y, a veces, para que no se pusieran remolonas, se les ponía una chaqueta en la cabeza: así no veían su negro destino y no se negaban a entrar. Algunas, de tanto estar en interior de la mina, se quedaban ciegas.

Aquel día, como siempre, Antonio aparejó una de las mulas para meterla en la jaula; pero aquella vez se negó a entrar. Peleó y trajinó con el animal hasta que no pudo más: nunca había visto una mula tan tozuda. Las gotas de sudor arrollaban por su frente y lo dejaban rendido. Fue entonces cuando se acercó el jefe e insistió en que tenía que meter la mula a la fuerza. Como él ya no podía con el alma le respondió: métela tú si puedes.

Aquella respuesta le costó un castigo de tres días sin trabajo y sueldo, que era de doce pesetas el día. Trabajo no le faltaba, pues lo compaginaba con las tareas del campo: sembraban patatas, fabes y maíz, con lo que se alimentaban cumplidamente. El más afortunado poseía una vaca con lo que se añadía a la dieta un poco de leche.

Eran tiempos de lavar en el río, de acarrear el agua a las casas, de la cartilla de racionamiento. Más tarde Antonio se casó. Por entonces ganaba ya seiscientas pesetas. Teniendo en cuenta que el litro de aceite costaba cien, se entenderá que el sueldo no daba para mucho. Su padre también había sido minero: en las minas de monte de Miguelines. Luego llegaron las huelgas a finales de los años cincuenta y se prologaron en los años siguientes. Cada uno se las apañaba como podía. Por aquel entonces comenzaron las obras de la carretera al pueblo y tuvieron que ir ha trabajar en ellas. Todo se hacia a mano: no había maquinaria como hoy en día. Después pasó el tiempo y se hizo maquinista. Cuando se retiró hasta echaba de menos la mina.

Ahora cuenta las anécdotas de su vida a los nietos. Éstos le escuchan perplejos. No sé si le creen cuando les dice que comía “artos y algaroba”. El hambre puede con todo. Las casas del pueblo estaban todas habitadas por gentes que venían de todas partes ha trabajar en la mina. Sin embargo, hoy quedan cuatro vecinos naturales del pueblo. Los demás se fueron a medida que les iban mejor las cosas…


Vivian Esteban






No hay comentarios:

Publicar un comentario