Las primeras que se emplearon en la minas asturianas
llegaron de Castilla, Andalucía y La Mancha y pertenecían a ganaderos
mayoristas que las alquilaban a las empresas, hasta que para abaratar los
costes éstas decidieron su compra. Quienes trabajaron con ellas recuerdan que
su carácter era tan diferente como el de las personas, las había dóciles y
obedientes hasta la extenuación y también rebeldes e intratables, e incluso tan
inteligentes que eran capaces de contar el número de topetazos de las vagonetas
que se les enganchaban, antes de decidirse a tirar de ellas, pero al final
todas acabaron prestando grandes servicios a la minería y mientras se podían
sostener erguidas fueron sometidas a un trabajo durísimo y sin descansos.
A principios del siglo XX aún se preferían los bueyes, que trabajaban en el
exterior arrastrando la madera desde el lugar de la tala hasta los depósitos o
las minas y en la mayoría de las trincheras también formaban parte del paisaje
habitual, atendidos casi siempre por mujeres. Se aparejaban con collarones y si
el camino lo permitía había parejas que eran capaces de desplazar carros de
hasta 1.400 kilos; pero cuando llegó la I Guerra Mundial la demanda de carbón
se multiplicó y la producción tuvo que acelerarse, de manera que los bueyes
fueron dejando paso poco a poco a las mulas, que eran igual de fuertes,
necesitaban menos cuidados y además podían bajarse hasta las galerías.
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